viernes, 27 de mayo de 2016

¿Mar en calma? (o Miedo)

Salté. Fuerte y torpe. Decidida, pero con dudas. Como siempre. Y tuve que saltar y adentrarme, porque no había otro modo. Cogí aire, fuerte, llenando mis pulmones. Me sentí libre, y eso me hacía temblar. Pero tuve que hacerlo, de ese modo pude adentrarme en aguas profundas. Se inicia el buceo, al principio con los ojos poco adaptados, a penas puedo distinguir formas. Pero ya, ya lo vi. Me vi a mí misma con una sonrisa tan fugaz como un rayo, esa que revela la exquisita felicidad de un segundo. Ese segundo en el que nos creemos eternos. Y me descubrí viviendo la aventura, no sin miedo, pero sí con la ilusión que hacía que éste se quedara en la retaguardia. Las locuras, esas locuras de amor. Ese amor inocente de la primera vez, todavía salvaje, todavía ingenuo. No se había enfrentado a la vida. No se había enfrentado al otro bando. Y entonces me vi con una rosa entre las manos mientras la ofrecía sin miedo. “Pide un deseo” dije, y después dejé que se la llevara la corriente del río. En ese momento también lo vi, algo parecido al calor del primer amor en sus ojos. Quizás impresionado por la inocencia, quizás en ese momento nos amábamos demasiado. Me costó quitar la vista, porque era algo casi agradable, pero siempre con un color de blanco y negro, recordando constantemente que no es más que algo pasado. Después vi la obsesión, los celos incontrolados, ese extraño sentimiento que se nos va de las manos. El miedo a la pérdida, el agobio constante. El cuidar tus pasos por las próximas broncas resultantes. El estrés. Y poco a poco lo vi, como a cada fragmento, en algún punto difuso del camino, la esencia del amor se evaporaba. Volaba libre, fuera de lo que éramos. Y nunca volvería a lloverlo. Lo vi, la desilusión, la más absoluta y arrebatadora nada. Esa nada que te lleva a la más profunda de las habitaciones en blanco, comprendiendo que estás sola, que has perdido las riendas, que tu corazón se vacía y tu alma se desespera. “No nací para tener el corazón vacío”. Me sorprendí a mí misma. Y me tuve que levantar, enfrentarme a todo lo que me estaba pasando. Asumirlo. Asumir que ya no era posible un arreglo cuando ya había tirado la toalla, y ni siquiera le presté atención a ese acto. Porque lo miraba y ni le interesaba recoger mi toalla, ni hacer algo con la suya. No había opción. Y en la más profunda de mis luchas internas tuve que tomar la decisión difícil, la que necesitaba. Así se aprende que las cosas se tuercen. Que no siempre se puede luchar por todo, que a veces nos toca luchar por uno mismo y esa decisión es complicada. El amor no siempre vence todo, porque a veces se escapa por las rendijas y otras veces no es suficiente para la vida. Duele, pero creo estar segura que fue un punto esencial en mi vida. Porque el tránsito es complicado, y adaptarse a otra vida sin nadie de tu mano es complicado. Pero la vida lo es, y aún así sigue siendo bella. Con destellos de felicidad, con destellos depresivos. Pero bella e intensa. Y a pesar de que dicen voces que no debemos mirar al pasado, yo lo hago en muchas ocasiones. Así me doy cuenta de que no soy perfecta, que he cambiado mucho, que he superado retos a previa vista imposibles para mí. Y puedo mirar al pasado porque no deseo volver a él, por complicado que sea el presente. Por incierto que sea el futuro.


Sin embargo, cuando retorno hacia arriba, buscando tierra firme, intentando salir de esas aguas. Lo recuerdo: no sé nadar. Nunca aprendí. Me doy cuenta de que el agua no es el recuerdo, el agua es el miedo. Miedo del que no sé muy bien cómo salir. Miedo porque de una vez perdí la inocencia, y toda una experiencia ha conseguido helar mi corazón. A pesar de que la vida ha pasado, yo sigo chapoteando en el miedo. Y cuando consigo ver un sustento para impulsarme, este vuelca. Y llega un momento que ni intento agarrarme. Y sigo nadando torpemente, no sé cuánto aire me queda aún. Quizás mis pulmones se adapten, no lo sé. Y me gustaría seguir esto, pero aquí sigo, con otra tabla que me esquiva y más hundida en el miedo. No sé muy bien cómo continuará. 

(05/16: Trece fue el número [... pero fui yo quien deshizo el lazo, fui yo quien vio como volaba, danzaba, huía para no volver nunca más]).

domingo, 1 de mayo de 2016

Ergo

Se me olvidó ponerme los ojos,
incapaz de mirar.
En su lugar cerré las persianas.
Cegaban,
impedían que mirara a nadie.
Nadie podía mirarme a mí.
Cerré las puertas del alma,
para que nadie pudiera verla
en ojos profundos
e inmensa oscuridad.
Y me quedé prisionera de mi propio desasosiego
de soledad y silencio.
Perpetuo.
Incapacidad de emociones abiertas.
Me confunden tan a menudo con el hielo
que me he empezado a helar.
Y me da igual.
Porque nadie prometió que nadar,
en la profundidad de un alma,
sería sencillo.

(04/16/30: Camino de la libertad 17:30).